Este 2 de mayo se cumplen 14 años de la muerte de Osama Bin Laden, el cerebro detrás de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y fundador de la red terrorista Al Qaeda. Su muerte representó un hito en la lucha contra el terrorismo global y un cierre simbólico a una de las búsquedas más intensas en la historia moderna.
Bin Laden fue abatido por un equipo de élite de los Navy SEALs de Estados Unidos durante la operación “Neptune Spear”, en Abbottabad, Pakistán, en la madrugada del 2 de mayo de 2011. El operativo, autorizado por el entonces presidente Barack Obama, se llevó a cabo tras años de rastreo por parte de agencias de inteligencia estadounidenses.
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El líder terrorista vivía oculto en un complejo fortificado a escasos kilómetros de una academia militar paquistaní, lo que generó cuestionamientos sobre el papel de Pakistán en su ocultamiento. La operación duró menos de 40 minutos y culminó con la muerte de Bin Laden y la incautación de una gran cantidad de documentos, computadoras y discos duros que arrojaron luz sobre las operaciones de Al Qaeda.
Su cuerpo fue enterrado en el mar Arábigo pocas horas después del operativo, una decisión que generó debates pero que, según el gobierno estadounidense, buscaba evitar que su tumba se convirtiera en un símbolo para extremistas.
La muerte de Bin Laden supuso un duro golpe para Al Qaeda, aunque no significó el fin del terrorismo global. Grupos como ISIS (Estado Islámico) surgieron posteriormente, adoptando nuevos métodos y extendiendo la amenaza a otras regiones.
Catorce años después, su figura sigue siendo sinónimo del terrorismo del siglo XXI. A pesar del paso del tiempo, el impacto de los ataques del 11-S y la posterior “guerra contra el terrorismo” aún resuenan en las políticas de seguridad, la geopolítica internacional y la percepción colectiva sobre el extremismo violento.